!! Va por ti amigo mío..........!!
Porqué me acuerdo de aquellos días, que aunque "jodidos", eran buenos por vuestra compañia, por aquellos momentos que añoro........petonets.
Esto me lo dedica una de aquellas personas que tanta compañía me hizo, y yo, con todo mi cariño quiero que quede no sólo en mi vida espiritual, si no también física, así que he decidido ponerlo aqui.......espero que os guste.
Una de las cosas, tal vez la única, que tiene buena la soledad, es que nos permite bucear hasta lo más profundo de nosotros mismos, hasta lo más recóndito de nuestro ser, de nuestros recuerdos, como tratando de volver a vivir los mejores momentos pasados, y extraer de ellos las últimas partículas de felicidad que tuvimos en otro tiempo, pero que tristemente se fueron apagando como llama mortecina que tal vez no fuimos capaces de avivar a su debido tiempo.
Me siento como flotando, con el agua al cuello, luchando por sobrevivir aprovechando el escaso oxígeno que me proporciona la burbuja de los recuerdos de ayer, a los que trato de aferrarme como último recurso.
También esta tarde está lloviendo, como aquella en que nos vimos por última vez. Esto no hace otra cosa que aumentar mi melancolía. Desde que te marchaste, las tardes tristes de otoño me recuerdan a ti.
La lluvia golpea incesante los cristales, como tratando de llamar mi atención hacia el exterior, donde aún me parece verte alejándote bajo tu paraguas azul, embozada en tu abrigo beige y bufanda verde oscuro, y buscando apresurada en el bolso las llaves de tu coche. Yo, con mi mano levantada, esperando una última mirada de despedida, veo cómo te lejas sin más y para siempre.
Sucumbo a la tentación. Pienso que el tintineo de la lluvia sobre los cristales es la única manera que tienes de llamarme, que es una señal que un extraño mensajero me hace para que me asome a esa ventana donde debajo estás tú de nuevo, esta vez bajando del coche, como otras veces hicimos, al acudir a nuestros secretos encuentros en la habitación de este hotel.
Enciendo un cigarrillo, y mi mente, tan acostumbrada a ti, me recuerda tu insistente recomendación: “El tabaco te va a matar”, “deberías dejarlo”. Siempre pensé, de ahí el poco caso que te hacía, que tus palabras, a pesar del afecto y ternura con que me las decías, eran las mismas palabras frías que leía en la cajetilla cada vez que la tomaba para sacar un nuevo cigarrillo, que cada día me es más imprescindible para aplacar mi ansiedad. Alcohol y tabaco. Ahí están ambos, encima de la mesa: tabaco y güisqui, al lado del papel donde te estoy escribiendo esta carta, que seguramente te llegará impregnada en sus pestilentes olores.
Desde entonces, desde que te marchaste, sigo viniendo a esta, nuestra habitación, nuestro lugar secreto, donde pasamos tantos y tantos ratos de amor prohibido. Aquí, solo, ante esta hoja de papel, voy escribiendo mis recuerdos y mis nostalgias, que al final, es lo único que me queda de ti.
Sigue lloviendo, como aquella tarde. Más allá del jardín, detrás de las verjas, la gente pasa deprisa, cobijándose de la lluvia con sus paraguas. Está arreciando. El agua sigue azotando el cristal de la ventana que se está empañando con mi aliento. Lo limpio con el envés de la manga de mi camisa para ver cómo un taxi entra por la puerta del jardín y se detiene ante la entrada del hotel. Baja una joven pareja que se abraza al salir y corre a refugiarse bajo los soportales de la entrada. Me recuerda la primera vez que llegamos hace ya más de diez años. Tú tenías entonces veintisiete, yo casi te doblaba la edad. Habíamos decidido por primera vez cambiar el despacho del trabajo por la habitación del hotel.
Cuán a prisa transcurre el tiempo… Diez años que han pasado, dejando un recuerdo que nunca se borrará de nuestras mentes. Diez años viéndonos a escondidas, poniendo mil excusas, robando tiempo a nuestro tiempo para estar juntos, para disfrutar de un amor prohibido, en que ambos éramos “el otro” y “la otra”.
Tal vez los obstáculos y dificultades que encontrábamos para poder llevar a cabo nuestros furtivos encuentros, hicieron que los disfrutáramos más intensamente, más profunda y vehementemente. Tal vez cegados por esa misma vehemencia, esa sin igual pasión, nos impidió sentar firmemente los cimientos de nuestro amor, aunque fuera un amor en pecado, un amor en que yo era “el otro” y tú “la otra”. Eramos “Los Otros”.
Los dos nos ocupamos más de exprimir al máximo los placeres y los deleites, más de vivir la sensualidad y la voluptuosidad, que de cultivar los sentimientos y las auténticas pasiones y afectos que unen los corazones con lazos más imperecederos que los del mero placer sexual.
Ahora siento cuántas veces murieron las palabras en mi boca antes de nacer, palabras que se quedaron tan sólo en pensamientos, en proyectos y reflexiones.
Quiero olvidarlas, quiero hacerlas desaparecer de mi mente, por que me hieren, porque hay palabras que hacen daño al decirlas, pero otras que hacen daño cuando no se dicen a su debido tiempo.
Quisiera hacer que el tiempo volviera a atrás de nuevo. Quisiera rebobinar la película vivida juntos, para cambiar muchas de sus escenas, para hacerla más auténtica, más real y genuina. Quisiera cambiar muchos de sus fotogramas, muchos de aquellos momentos en que te respondí con cierta indiferencia, pensando que, dada mi posición social y laboral sobre ti, te tenía para siempre. Quisiera poder volver a revivir aquellos instantes en que no supe conectar mi corazón con el tuyo, dejándolo hambriento de amor, de ternura, de auténtico cariño.
Me acostumbré demasiado a ti, Lucía. Me acostumbré tanto, que aún, a pesar del humo del cigarrillo y de los vapores del alcohol, que poco a poco van viciando el ambiente de la habitación, siento tu perfume y tu aroma. Por doquier noto tu presencia, escucho tu voz, oigo tu susurro diciéndome al oído las palabras más dulces que jamás me dedicaron unos labios de mujer.
Aún percibo la forma de tu cuerpo en las sábanas revueltas de la cama, tus ojos somnolientos al despertar, y la tristeza de nuestras despedidas.
Después… toda una larga semana hasta el próximo encuentro. Una semana que no hacía sino aumentar nuestros deseos de volver a estar juntos apenas unas horas, para de nuevo tener que despedirnos otra vez. Una semana obligados a fingir normalidad y distancia, apenas rota con un discreto gesto de los labios, una imperceptible mirada de complicidad, o un furtivo y mal disimulado roce al pasar uno junto a otro. Después, al terminar la jornada, un “hasta mañana”, una despedida sin más sin un beso, sin nada, esperando que llegue cuanto antes el viernes por la tarde, para poder disfrutar sin limitaciones ni restricciones de nuestros deseos reprimidos. Creo que nos acostumbramos tanto a decirnos adiós, que esto se convirtió en rutina, en rito, en costumbre. Un día habría de ser el definitivo, porque como tú decías, esto es demasiado bonito para que dure demasiado tiempo.
El lunes, de nuevo en el despacho, retomábamos nuestros auténticos papeles: Tú, la señorita Lucía, mi secretaria. Yo, Don Alberto, tu jefe. Entre los dos, nada que pudiera dar a entender o sospechar lo nuestro.
No sé, Lucía, si lo vivimos demasiado deprisa, o por el contrario lo dejamos morir por acostumbrarnos demasiado a tanta felicidad. Lo cierto, es que aquí estoy de nuevo, en la misma habitación, a la misma hora, y el mismo día de la semana esperándote.
De nuevo entra un taxi por la puerta del jardín. Sin pretenderlo, fijo mi mirada en la chica que se apea de él. Mira hacia uno y otro lado, como temiendo ser descubierta por alguien que la observase. Me resulta conocido su paraguas azul, su abrigo beige y su bufanda verde oscuro.
A lo lejos, aunque sea por unos momentos, entre las nubes oscuras, el sol, ya cabizbajo y sin fuerzas, lanza sus últimas serpentinas de colores fucsias, naranjas y rojos, y antes de ocultarse definitivamente, deja que los últimos fogonazos de su belleza iluminen la habitación.
Noto un soplo de agradable aire fresco al abrir la ventana. La temperatura ha descendido, y las violáceas nubes se dispersan mecidas por la suave brisa.
Te contemplo, milagro de la naturaleza, con esa amplia sonrisa dibujada en tu cara, levantando tu mano hacia mí. Intento corresponderte agitando también la mía, pero ese insistente dolor, y esa opresión en el pecho que desde esta mañana me acompañan, desdibuja de mi cara el gesto de alegría que quisiera expresarte por tu regreso. Me limito a respirar profundamente, tratando de hacer acopio del aire que me falta, mientras tú desapareces por la puerta de la recepción del hotel.
Inmediatamente pongo en orden mi habitación, apago mi cigarrillo y hago desaparecer el vaso de güisqui y esta carta. Los dos primeros, porque me están matando. La carta… la carta ya no tiene sentido.
El sueño está comenzando de nuevo…
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